Resulta que no te diste cuenta pero de repente tu vida se volvió tu peor pesadilla. Te levantabas a la mañana con 45 quilos de más en cada hombro, te dolía tener que levantarte para salir y hacer las cosas de todos los días. Los horarios no importaban, los lugares no importaban, la gente no importaba. Las caras eran todas iguales, lo mismo las conversaciones. La ropa no te quedaba linda, el pelo nunca peinado, la espalda siempre encorvada. La siesta, la única salida ansiada.
De a poco esa vida te fue arrinconando, te puso contra la pared y te cercó los costados. Te cubríó con un techo negro y te polarizó los ojos para que no vieras el sol. De veras no te diste cuenta, pensaste que ese cuadradito oscuro era lo normal, lo que existía, que tenías que quedarte ahí.
Sin espacio para moverte, sin peinados que mostrar, sin gente a quién querer mirar a los ojos.
Cuando parecía que te crecían raíces en los pies, saliste. Te fuiste lejos, te fuiste mucho. Viste caras, sentiste el roce de otra piel, escuchaste voces, te sacaste el peso de encima, te levantaste sonriendo, quisiste hacer cosas, muchas. Te vestiste bien, te peinaste un poco, volviste a sonreír, descubriste que no hay paredes ni techo si uno no los deja quedarse.
Después de un tiempo no quedó otra que volver a tu cuadrado, con el interior expandido y el exterior exultante. Ya no hay espacio en tu rincón del mundo. ¿Así se siente sentir que querés quedarte para siempre un lugar? No un lugar físico, bah; sí un lugar real en el que pisás el suelo, pero que es puente para que veas dentro tuyo el cielo. Podés ser increible, ahora querés ser increible. Sin muros, sin cielo raso, sin los ojos tapados. ¿Cómo se vuelve a un lugar en el que nunca quisiste estar? ¿Cómo te olvidás del lugar en el que quisiste volver a vivir? Es difícil pero así, que no se te escape nunca que la clave no está en el aire que respirás, sino en las ideas que cocinás.