Uno bien suyo, el más importante y soñado de todos, había sido el sueño de volar. Desde muy chico había visto a los aviones pasar, de un lado para el otro, le llamaban la atención. En su barrio todos se tapaban los oídos cuando alguno pasaba un poco más cerca, pero a el le gustaba el ruido, la forma en que hacían vibrar la tierra, el silencio que dejaban cuando se alejaban, y nunca dejaba de preguntarse por qué volaban. Pero más que nada lo encandilaba el aleteo de las palomas. Nadie prestaba atención a las palomas, estaban por todos lados, parecían un plaga y no hacían más que molestar. Pero para él no significaban solo eso, las palomas sabían volar, planeaban con sus alas y podían transportarse de un lado a otro surcando el cielo, dibujando formas en el aire, acariciando a las nubes.
El tiempo pasó, los años terminaron uno detrás de otro, y él no dejó de mirar a diario a las palomas y la destreza con la que movían sus alas. Llegó cierto día el momento de elegir una profesión. No había dudas, él quería volar. Volar muy alto, volar todos los días, como las palomas; conocer el cielo, ser parte del cielo, ser del cielo. Parecía entonces ideal y única solución el plan de estudiar aviación, una vida dedicada entera a volar.
Lo hizo entonces. Se recibió de piloto con honores y comenzó a volar con mayor frecuencia cada vez. Desde pequeño soñaba con volar y ahora era él quién conducía las naves que alguna vez había contemplado celoso desde el suelo. Sin embargo, no se sentía del todo satisfecho. Él quería volar, bien lo sabía, él quería conocer el cielo; pero quería no solo conocer el cielo, él quería ser del cielo.
Llegó a ser un gran piloto. El primero en la compañía, los mejores horarios y destinos, fines de semana libres y un salario que no solo alcanzaba sino que sobraba. Había sido condecorado varias veces, y era respetado entre los aviadores más respetados. A los ojos de los demás cumplido su sueño, pero su corazón estaba triste porque, aunque casi a diario sobrevolaba tierra y mar, nunca había conocido el cielo. Su sueño de volar lo miraba incompleto, después de tantos años.
Todavía seguía envidiando a todas esas palomas que teñían de diferentes grises la ciudad. Estaba encerrado en ese destino privilegiado. Encerrado, como en una pecera, del otro lado del vidrio lo saludaba el cielo, ese que por haber echado raíces en la tierra nunca pudo alcanzar.
Al final aprendió a querer al suelo. Él, bajo sus pies, le había dado todo lo que tenía y no podía pedir más. Tenía que reconocer que nadie había estado más cerca que él, del azul que lo envolvía cada vez que trataba de alcanzarlo. Todavía le faltaba mucho suelo para ser del cielo.
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